jueves, 28 de junio de 2012

De los errores se aprende

Ésta fue una jornada llena de despropósitos de todo tipo, en las que todos, de un modo u otro cometimos errores. Os pongo en situación.
Quedamos a las 6:00, el punto de partida se haría desde mi casa; pues bien, con una puntualidad puramente inglesa, y con parada previa para repostar combustible y cargar energías en la estación de servicios de Chucena, pusimos rumbo al pesquero, en esta ocasión sería en la localidad de Punta Umbría, concretamente en su pequeño pero alardeado espigón.
Llegamos allí sobre las 8:30, hora ya tardía para llegar y aún más habiendo quedado a tan temprana hora. Pero bueno, no es nada grave, nos entretuvimos en el trayecto más de la cuenta y no pasa nada, de los errores se aprende.

El viaje lo realizamos en dos coches, tres personas con nuestras respectivas cañas y bártulos ocupábamos cada uno de ellos, no íbamos apretados ni mucho menos, pero sí cargados, y más cargados aún soñábamos con volver. Al llegar a la zona de aparcamientos, Ángel, que conducía su coche, vio un camino de arena con marcas de neumáticos y ni corto ni perezoso se aventuró por él. Fran, lo seguía de cerca con su coche; pero lo que no sabían ambos es que ese camino no era precisamente apto para sus vehículos, sino para otros denominados 4x4. Como no podía ser de otra manera el coche de Ángel quedó atrapado en la arena, la rueda delantera derecha enterrada a media altura en fina arena de playa, ¡el sueño de cualquier aventurero!
Con prontitud nos pusimos manos a la obra y gracias a una combinación de fuerza e ingenio conseguimos sacar el coche de la que podría haber sido su tumba de arena.      ¡Y pensar que todo esto se debe a la poca predisposición de ciertas personas para caminar!, de los errores se aprende.
Al llegar al espigón vemos el lamentable estado en el que se encontraba la playa, ¡cientos!, ¡miles! de kilos de algas que se amontonaban sobre la orilla a lo largo de la costa, y que hacían imposible poder pescar con normalidad, solo el olor que manaba de allí era repugnante. No nos quedaba otra salida, los puestos de la punta del espigón estaban ocupados, y solo allí era factible el poder pescar.
Ahora, no nos queda otra, rumbo dique Juan Carlos I, más conocido popularmente como el espigón de Huelva.
Ya estábamos en nuestro nuevo destino, y cada uno preparaba sus cañas y ayudaba al compañero en lo que podía. Yo acababa de lanzar la primera caña, americana de cebo y anzuelo del 1, mientras preparaba la otra atisbo por el rabillo del ojo dos leves picadas, una a la mía y otra a la de José Manuel. Pfff....., mojarras. Rápidamente nos dispusimos a revisar las cañas, un pequeño sargo prendía de mi anzuelo y fue devuelto rápidamente al agua. La mañana transcurría sin pena ni gloria, marea baja con abundancia de roamen y de enganches; si queríamos  salvar el día había que cambiar de puesto y sabíamos de uno que al menos nos facilitaría el poder recoger el aparejo.
Ya era mediodía, la marea en ascensión y el sol sobre nuestras cabezas; en ese momento me dispongo a calar el aparejo a unos 60 metros de distancia, anzuelo del 8 y de cebo, coreana. No transcurrieron ni cinco minutos cuando la caña empezó a sacudirse con violencia, rápidamente me dispuse a clavar la pieza y al grito de ¡sacadera!, los compañeros corrieron prestos a la ayuda. Seguidamente comenzó una bonita lucha, con fuertes cabezazos que hacían denotar que se trataba de una dorada, y no parecía ni mucho menos pequeña. Con los compañeros en primera línea de agua y yo subido en una piedra saliente casi arriba de la carretera pude al fin contemplar su hipnotizante franja amarilla que le adorna su imponente cabeza, y si, era una dorada, y no, no era pequeña, salió a la superficie de costado, y ahí me confié, ya la veía mía, pero no fue así, con un rápido movimiento consiguió meterse entre las rocas, y lo peor de todo, encalló el plomo en una de ellas, y fue allí donde tras una sacudida hizo rozar la gameta del 0,28 en una afilada piedra que sesgó a la misma vez el hilo y mis ilusiones. En ese momento se paró el mundo, sabía que había perdido la batalla contra la reina del mar, un pez tan bello como astuto, tan fuerte como esquivo; además en mi interior sabía que había cometido un error, y es que quizás debería haber bajado hasta la primera línea de piedras, o lo más abajo posible, pero nunca se sabe lo que habría acontecido. En fin, como ya he dicho antes, ha sido solo una batalla perdida, y ojala queden muchas otras por disputarse.

Gracias a Fran, José, Ángel, José Manuel y Javier por compartir este día conmigo, un día lleno de compañerismo y anécdotas, en el que al menos yo saco una conclusión muy positiva, y es que de los errores se aprende.

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