martes, 17 de julio de 2012

Una noche de ronquidos

         Todo transcurrió una plácida noche del mes de Junio, era ya finales de dicho mes y el verano ya se hacía notar. Esta época se hace sentir para nosotros los pescadores porque sobretodo nos limita o mejor dicho, nos marca las horas y los lugares en los que llevar a cabo nuestra afición; espigones y roquedos para el día y playas para cuando la luna hace apto de presencia, y cuando ésta aflora, con ella lo hacen también unos molestos e irritables acompañantes como son los mosquitos, ¡y que mosquitos!


Bueno, volvemos a lo nuestro, que es la pesca; cuatro fuimos los partícipes de esta jornada nocturna de rockfishing, jornada que compartimos José, José Manuel, Fran y un servidor, deciros también que anhelamos la vuelta de otros compañeros que por diversos motivos no nos han podido acompañar en nuestras últimas aventuras, y espero que pronto podamos volver a compartir las alegrías de una captura y las decepciones que en numerosas ocasiones nos brinda el mar.
La noche prometía, o al menos eso nos pareció nada mas llegar, estábamos todavía montando las cañas cuando a cincuenta metros pudimos observar como un starlite se agitaba violentamente, era la caña de los pescadores de nuestra derecha, rápidamente nos ofrecimos para ayudar en lo que fuera:
 -“¿Tenéis sacadera, necesitáis ayuda?”
Por suerte para ellos estaban equipados para poner en seco el pez, pero por desgracia nadie consiguió verlo, no supimos lo que era, sólo que le entró a la sardina.
Con la euforia de ver la picada y con la misma de saber que dicho pez debería seguir por allí, comenzamos a arrojar nuestros plomos al agua. De cebo, lo que se puede decir un menú variado: americanas, coreanas, roscas, tiras de calamar y cangrejos tocaron el fondo del Atlántico.

El tiempo transcurría de manera efímera gracias al “cantar” de los roncadores, cada poco se producía una picada a una de las cañas, junto con esta especie aparecieron otros acompañantes que no cumplían con las medidas éticas para llevarlos y que fueron liberados, y otros que por desgracia para ellos no pudieron salir ilesos debido a su voracidad; entre ellos se encontraba una pequeña baila con el anzuelo casi en la barriga (y eso que era un anzuelo del número 2), un pequeño verrugato en las mismas circunstancias y unos tres lenguados a los que les sucedía lo mismo, a éstos últimos añadir la dificultad de desanzuelar un lenguado con un anzuelo del 1 totalmente embuchado, la morfología de su boca y lo resbaladizo de su cuerpo hicieron del desanzuelado de éstos peces una tarea ardua complicada, sólo conseguí quitar uno de ellos con facilidad y al considerarlo pequeño fui a echarlo al agua, pero resbaló de mis manos y cayó entre las rocas, una lástima para el pez. Y aprovechando esto quería hacer hincapié en la poca ética que tienen los comercios distribuidores de pescado; por poner un ejemplo, y sin dar nombres, me aterrorizo al pasar por la zona de pescadería de un conocido supermercado de origen valenciano y ver como lenguados de un tamaño tres veces inferior al que me disponía a soltar yacen amontonados en el frío hielo de sus expositores. Dejo ese tema aparte y me centro en lo que estaba narrando.
Con el paso del tiempo la noche poco a poco se hacía menos oscura, menos fría. La claridad del amanecer tomaba protagonismo, desaparecían los starlites y los mosquitos, aparecía el sol, aparecían las caras soñolientas de toda una noche sin pegar ojo.
Todavía recuerdo la imagen de la caña de José Manuel alejada del resto, como también recuerdo las palabras que tuvo con Fran.
–“Ojala tenga que darme una carrerita”- decía.
Y vaya si se dio una carrera, ni el gran Usain Bolt le hubiera podido seguir la estela. A decir verdad, yo no vi la picada, pero según él fue de esas que te hacen que la caña se te doble hasta tocar las piedras. La lucha fue tranquila por el buen hacer de José Manuel, que con sobriedad y entereza logró doblegar a la pieza, le ganó en la batalla que el pez le planteó. Desde el principio no le dio tregua, y al final no iba a ser menos, no iba a dejar que buscara refugio en las piedras, así lo hizo y así obtuvo su recompensa. Una recompensa que llegó en forma de una bonita dorada de casi un kilo de peso y la felicitación de todos los presentes.
Da la casualidad que justo antes del amanecer estuvimos hablando sobre la posibilidad de utilizar cangrejo en esa franja del día, nada mejor para un espárido que comenzar el día desayunando su plato predilecto. Y nada mejor que una Dorada para volver a casa con una sonrisa de oreja a oreja.

Me despido de vosotros con esta bonita imagen. Gracias y hasta la próxima.

Alejandro Aguilar




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